Su bisabuelo materno, inglés, de nombre Líonel, había sido lanceado a mediados del siglo XIX por los indios pampas, le dejó la herencia del pelo rubio y el primer nombre (su nombre completo era Leonel Edmundo Rivero). Se formó en la música clásica, estudiando canto y guitarra en el Conservatorio Nacional del barrio de Belgrano.
Edmundo vivió su primera infancia en pueblos bonaerenses —su padre era ferroviario, jefe de estación—. Se crio en el barrio porteño de Saavedra y luego en el barrio de Belgrano. El poeta y letrista de tango Cátulo Castillo lo definió alguna vez como “un personaje del Quijote nacido en la pampa”.
Apoyado y empujado por un tío soltero, músico de tango, se dedica a recorrer boliches y escenarios con su infaltable “viola” (guitarra). Acompañó películas mudas en un cine del barrio La Mosca, en Avellaneda donde exhibían la película Resaca.
El protagonista desenfundaba una guitarra y Rivero debía musicalizar la escena. Un día se animó a cantar también pero el público reaccionó iracundo, haciendo un terrible estruendo dando patadas en el piso. Al día siguiente repitió el número y el dueño del cine lo despidió ante el enojo del público, no acostumbrado a escuchar voces en el filme.
Cantó en los recreos de la costa de Quilmes (El Pasatiempo, El Zorzal, El Rancho Grande), donde casi siempre se terminaba con entreveros bravíos.
Recaló con su hermana Eva en las radios o “broadcastings” de entonces: radio Brusa, radio Buenos Aires... Acompañaban a cantores, pero en ocasiones, cantaban ellos o tocaban música española, clásica, griega o la que fuera.
Acompañaría a infinidad de cantores de todo género, incluso de ópera y también a Agustín Magaldi, Nelly Omar, Francisco Amor, el dúo Ocampo-Flores.
En sus inicios formó dúo con su hermana Eva y debutó realizando algunos pequeños conciertos para Radio Cultura interpretando música española y temas clásicos. Su carrera como cantor de tango se inicia con José de Caro y en 1935 se une a la orquesta de Julio de Caro como vocalista. Luego haría parte de otras orquestas, como las Horacio Salgán y Aníbal Troilo, imponiendo su registro de barítono y su inconfundible estilo aporteñado.
El dueño de la emisora la ponía en marcha (a veces se cortaba por falta de potencia) y se marchaba a buscar avisos y, quedaba todo a cargo del locutor y de los artistas. Como por lo general no había avisos, se iba el locutor y dejaban todo a cargo del dúo, hasta por horas. Las cuentas de publicidad, como se llamarían ahora, eran más bien escasas y chiconas: una zapatería, un sastre, un mercadito. Cuando por casualidad cobraban, era con el producto de algún canje que el propio dueño de la radio aceptaba. Edmundo contaba con gracia que su primer sueldo artístico fue parte de esos trueques en especie y cobró puntualmente… un pescado. Eso sí, a elegir: pejerrey o merluza.
En una época que se estilaba el levante telefónico, entre mate y charla, con su amigo Acha, marcaban un número al azar, y si la que atendía era una voz de mujer joven, le dedicaban una canción con acompañamiento y todo. Al no haber grosería ni maldad, la cosa a veces funcionaba. Cierta vez que hicieron eso la mujer que los había atendido y escuchado toda la pieza, preguntó:
«Dígame la verdad: lo que pusieron ¿era un disco o es alguien que está ahí?»
«No, no fue ningún disco, fue mi amigo Rivero —respondió Acha— y le pasó el fono al Feo.
«Cánteme un poco más, por favor» pidió la dama anónima. Edmundo siguió entonando para terminar de convencerla.
«Me gustaría que pasara por mi casa. Tengo un conservatorio y sería bueno que lo escuchara mi hermano. Está formando una orquesta, ¿sabe? Le pasó la dirección, en la calle México.»
Cuando, días después, Rivero fue a visitarla, descubrió que era la casa de Julio De Caro.
La voz misteriosa era de su hermana Hermelinda y el que estaba formando la orquesta era otro hermano: José de Caro, que lo contrató, aunque el pago era casi inexistente. Esto ocurrió en 1935, pero dos años más tarde fue el propio Julio De Caro quien lo llamó para los carnavales en el cine Pueyrredón, del barrio de Flores.
Tampoco prosperó la cosa porque la gente se pasaba para escucharlo y a Julio eso no le gustaba.
«Cante de otra manera, que acá la gente viene a bailar», le advirtió.
Parece que Rivero no encontró esa otra manera y eso le costó el fulminante despido.
De todos modos le entró el gusto de cantar con orquesta y aceptó de palabra un contrato con Humberto Canaro. Artísticamente no le fue mal pero económicamente resultó ruinoso. A partir de ahí comenzó su peregrinaje viendo a directores de orquesta y compañías grabadoras y las repuestas descorazonarían al más pintado:
«No, tiene la voz demasiado grave». «Usted tiene algo en la garganta, cúrese y vuelva»,
«Pero, ¿no estará enfermo del pecho?» Un conocido músico, desde el control de un estudio, y sin advertir que su voz se oía del otro lado de los cristales, sentenció:
«Díganle que se vaya. Pero ¿de dónde sacaron a ese perro!
Ese mismo músico, con el correr del tiempo, escribiría:
«Tiene una voz que es un privilegio de la naturaleza. En su garganta está la riqueza musical de un órgano».
Y el «gaucho» Rivero, que no guardaba rencores, terminaría por grabar varios temas de aquel que lo sentenciara radicalmente.
Con Troilo empezaron tocando en un baile en el Tigre. Había un lleno completo y cuando Pichuco le dijo: «Ahora usted, Rivero…», hubo unos aplausos un poco raros, que a Troilo le sonaron exagerados, largos... Rivero cantó un tango y la gente empezó a dejar de bailar y a arrimarse al palco. Al final no sólo aplaudían, sino que gritaban y tiraban cosas al aire.
Rivero cantó otra pieza y más de lo mismo. Troilo olfateó el peligro y creyó que el público se estaba burlando de la extraña voz grave de Rivero. Entonces, sentado con el bandoneón, le dijo por lo bajo, tratando de no ofenderlo:
«Mire, Rivero, mejor bájese del palco, porque me parece que esto viene de “cargada”».
«¿Le parece?».
«¿Y no ve que le tiran cosas?».
«Ah, pero a mí en los bailes siempre me aplauden así».
«¿Está seguro, Rivero?».
El cantor lo tranquilizó. Troilo recordaría siempre aquella anécdota.
Pero todavía tuvo que vencer Rivero la antipatía de algunos de los músicos de la orquesta, que le quitaban el micrófono, se lo inclinaban o desprendían de la jirafa sostén, hablaban mal a sus espaldas y hasta le aconsejaban al Gordo que lo despidiera. Pero Troilo no sólo estaba mucho más allá de todas las mezquindades, sino que fue quien más supo de cantores y se había enamorado para siempre de él.
A fines de la década del cuarenta se perfiló con una de las voces mayores del tango. Participó en los filmes El cielo en las manos (1949) y Al compás de tu mentira (1951).
En 1969 inauguró el local El Viejo Almacén, que se convirtió en uno de principales centros tangueros porteños.
Compartimos libro de nuestro sello "Rivero al sur", del escritor Jorge Alberto González.
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