Febrero de 1974. Juan Domingo Perón transitaba su crepúsculo. La escena transcurre en la casa quinta presidencial de Olivos. Sus interlocutores, José López Rega y otros ministros y secretarios del Gabinete, evaluaban la situación en distintas provincias del país –Córdoba tras la caída de Ricardo Obregón Cano, Buenos Aires con Oscar Bidegaín, la Salta de Miguel Ragone y Mendoza con Alberto Martínez Baca– y la posibilidad de intervenciones federales en los distritos que pertenecían a los gobernadores que todavía respondían a la Tendencia Revolucionaria. El viejo General se puso serio, hosco, como cuando quería dar una orden y que se cumpliera, y dijo: “Al croata no me lo tocan.” El croata no era otro que Jorge Cepernic, gobernador de Santa Cruz, quien tenía una larga tradición peronista y era uno de los pocos con llegada directa al líder del movimiento justicialista.
Hijo de una familia arribada al país a principios del siglo XX, Cepernic nació el 23 de febrero de 1915 en la ciudad de Río Gallegos, provincia de Santa Cruz, y se alistó en las huestes peronistas apenas surgido el movimiento a mediados de la década del ’40. Dicen quienes los conocieron bien que fue su preocupación de muchacho por la justicia social lo que lo sedujo del primer peronismo. Y una de las virtudes que siempre lo caracterizó fue cierta propensión a los actos arrojados, a la demostración del coraje como una puesta en escena de la que gustaba jactarse.
Quizás uno de los primeros actos de arrojo fue haber participado en 1957 en la operación política que terminó con la fuga de la cárcel de Río Gallegos de los dirigentes peronistas John William Cooke –por entonces delegado oficial de Perón en el exilio– Héctor Cámpora, Guillermo Patricio Nelly, Jorge Antonio, José Espejo y Pedro Gomis. Cepernic fue el encargado de darle cobertura en el exterior y de asegurar que se llevara adelante el espectacular escape, digno de un filme de Hollywood.
Anclado en el desamparo de esa provincia austral, Cepernic construyó su figura política a fuerza de una honestidad “casi infantil” –como describe uno de los miembros de su gabinete provincial–, una incorruptibilidad y una intransigencia pocas veces vista en la política y un modo campechano en el discurso y en el trato hacia quienes interactuaban con él. El momento más importante de su vida, claro, se produjo el 25 de mayo de 1973, cuando asumió la gobernación de Santa Cruz, y se convirtió en uno de los cinco gobernadores ligados a la Tendencia Revolucionaria Peronista.
Pero no había sido fácil su llegada al poder. Unos meses antes había sido candidateado a gobernador en un Congreso “aparateado” por la Juventud Peronista. Quienes participaron de aquel cónclave no olvidan cómo los “muchachos” se alistaron enfierrados en la puerta y pusieron las reglas claras: las armas se dejaban afuera. La pelea era contra Eulalio Encalada, un ex dirigente del gremio de petroleros y hombre de la ortodoxia sindical. Una vez “limpio” el Congreso, la Tendencia pudo elegir con libertad la fórmula gubernamental pactada: Cepernic-Encalada.
El Auténtico, octubre 1975
El croata no olvidó el apoyo recibido por la Tendencia y cuando asumió en mayo nombró varios dirigentes de la juventud en puestos estratégicos: la Dirección de Empresas Públicas, la estratégica Secretaría de Gobierno y de Cultura, entre otras. Pero tampoco se olvidó de la agenda pautada en el Congreso y de inmediato puso en marcha una serie de medidas revolucionarias para la época: proyecto de expropiación de 650 mil hectáreas de tierras en manos de ingleses, un plan de procesamiento de lana, la provisión de gas natural a la provincia y retuvo un helicóptero perteneciente a la nación para rescatar a personas aisladas por la nieve, con el argumento de que “acá es más necesario que en Buenos Aires”. Además, permitió y apoyó la filmación de La Patagonia Rebelde, dirigida por Héctor Olivera e inspirada en el libro de Osvaldo Bayer, película en la que actuó como extra el ex presidente Néstor Kirchner.
Tras la muerte de Perón, López Rega y los suyos decidieron tocar al protegido de Perón y en julio de 1974 fue desplazado de su cargo. Fundador, en 1975, del Peronismo Auténtico –el brazo político de la organización político militar Montoneros– junto a Andrés Framini y Bidegain, fue apresado durante la dictadura militar y compartió el penal de Magdalena con Carlos Menem y Lorenzo Miguel, entre otros.
Casado con Sofía Vicic, quien murió en mayo de 2010, tuvo dos hijos: Mónica, que se dedica a administrar el campo de la familia, y Marcelo, quien fue intendente de Río Gallegos.
La instauración democrática ya lo encontró fuera del juego político y recién volvió a ser reivindicado en la gestión como gobernador de Kirchner. Alto, rubio, de ojos celestes, Cepernic murió el domingo pasado a los 95 años. En Santa Cruz, nadie se olvida de ese 25 de mayo de 1973, cuando después de la asunción, salió al balcón descamisado y en un gesto teatral, con temperaturas invernales, se quitó la camisa, la revoleó como un hincha de fútbol y la arrojó a la multitud que festejaba el regreso del Justicialismo al poder. No era una noche más. Esa casi madrugada, Cepernic se convertía en el “llanero solitario” –como le gustaba autodefinirse– de aquellas tierras olvidadas del sur. Un llanero solitario peronista y de izquierda.
Don Jorge
Por Osvaldo Bayer
Fue en el año 1970 que lo conocí. Viajé a Santa Cruz para iniciar la investigación de las huelgas rurales de los años 1920-22. Los fusilamientos de los peones de campo por parte del Ejército argentino durante la presidencia de Yrigoyen eran un tema del cual no se hablaba. “De eso no se habla”, era la respuesta casi obligada ante la pregunta: “¿Qué pasó en estas tierras en aquellos años?”. A don Jorge me lo presentó el doctor Paradelo, hijo de quien había sido gobernador santacruceño en el año ’58. Me dijo: “Don Jorge Cepernic, santacruceño hasta la médula de los huesos, hombre del campo y la ciudad, él te va a relatar toda la verdad”.
Y fue así. Me recibió como a alguien que hubiera esperado muchos años. Se maravilló de que a uno de Buenos Aires le interesara revisar la historia patagónica. Y se puso a mi disposición. “Le voy a presentar a todos los que viven todavía de esa época”, me dijo. Y, con tiempo, me preparó un programa de viajes por el interior de la provincia. El mismo me iba a llevar en su autito Fiat 600. Y lo hizo. Anduvimos kilómetros y kilómetros en ese ratoncito con motor, saltando por esos caminos llovidos de piedras. Pero don Jorge no se inmutaba. Nos deteníamos ante las estancias y me contaba la historia de sus propietarios y cuáles habían sido sus comportamientos durante las huelgas rurales. Entrábamos y me presentaba desde el patrón hasta el último peón. Siempre había alguien que daba datos sobre sobrevivientes de aquellos hechos y dónde vivían.
Mientras viajábamos me relataba que él tenía seis años cuando se iniciaron las huelgas y que su padre –croata que llegó a los 18 años a la Patagonia– tenía un negocio de verduras y frutas, y que siempre ayudó a los perseguidos por la represión del Ejército. Y que él vio cuando trajeron –durante la primera huelga– a los caídos en El Cerrito, en un enfrentamiento con la policía, y los velaron en el local de la Sociedad Obrera. También así conoció a Antonio Soto, el líder del movimiento.
En ese viaje me di cuenta de la amplitud de ese hombre. Cómo comprendía el porqué de las huelgas y que lo que exigían era muy poco. Además, para él, siempre fue inexplicable la orden dada por el presidente Yrigoyen al teniente coronel Varela, con la pena de muerte por “subversión” a quien se resistiera a la orden de volver al trabajo.
“Yo conocí a esas peonadas, gente silenciosa y de trabajo. Aguantadora pero con fuerza para decir basta cuándo la explotación llegaba a no respetar la dignidad humana”, me decía don Jorge mientras guiaba su autito en esas distancias interminables.
A don Jorge lo saludaba todo el mundo. Un hombre de trabajo con su “campito”, como él llamaba a su estanzuela cerca del El Calafate, y su casa sencillamente patagónica de Río Gallegos.
Ese hombre, años después de nuestro encuentro, fue elegido gobernador de Santa Cruz en las elecciones de 1973 –aquellos comicios nacionales en que se consagró presidente a Cámpora– con amplia mayoría. Es que todo el mundo lo conocía a don Jorge: honrado, humilde, hombre de la tierra que siempre había vivido en su provincia, que salió a la protesta cuando vio injusticia en su sociedad y que hablaba de su paisaje, del que me dijo varias veces: “A esto hay que convertirlo en un paraíso real para la gente”. Don Jorge.
Mientras tanto habían salido ya mis dos primeros tomos sobre la huelga patagónica y los cineastas Olivera y Ayala, no bien los leyeron, decidieron filmar la verdad histórica de esa innoble injusticia que había ahogado en sangre la protesta de los desposeídos. Así nacieron los planes del film La Patagonia rebelde. Y aquí se inicia un capítulo que lo dice todo de una sociedad: el miedo de los funcionarios “responsables”, el mirar para otro lado y el ejercicio del poder para prohibir. “Se prohíbe” y se acabó. Como dijo meses después el mayor censor de la historia argentina, Manuel Paulino Tato. Hombre de misa diaria.
Pero vayamos al comienzo del drama. Gobernador, Don Jorge; presidente, Cámpora; interventor de la censura cinematográfica, Getino –el valiente de La hora de los hornos–. No hubo ningún problema. Getino aprobó el guión sin pestañear y viajamos a Santa Cruz para filmar en los lugares históricos.
El gobernador, don Jorge Cepernic, nos recibió con los brazos abiertos. El banco de la provincia nos dio un préstamo y el gobernador dio permiso de filmar en todo el territorio provincial y, justamente, en los lugares históricos. Más todavía, don Jorge nos puso a disposición a los cadetes de la escuela de policía para que hicieran de “extras” en el film representando el papel de los soldados.
Pero nada iba a ser fácil. Cuando miembros del Ejército se enteraron del proyecto, comenzaron a moverse. A través de informantes supieron que el final del film iba a ser la escena donde las prostitutas de San Julián rechazaron a los soldados fusiladores, después de la matanza de peones. Todo menos esa escena iban a permitir los militares.
Ya había renunciado Cámpora. Se había producido la presidencia de Lastiri –quien había procedido a prohibir mi primer libro, Severino Di Giovanni, el idealista de la violencia. El ambiente venía mal. Pero asumió Perón.
En medio de la filmación, en una estancia cercana a Puerto Santa Cruz, un mediodía vemos aparecer un automóvil. De él baja el propio gobernador, don Jorge Cepernic. Me busca a mí, con quien era el único del grupo filmador que tenía amistad. Me lleva aparte y me dice: “Me acaban de llamar de Casa de Gobierno preguntándome quién dio permiso para filmar tu libro en el territorio de esta provincia”. Me miró largo, en silencio. Comprendí. Pero me dio esperanzas. Agregó: “Te pido que les digas a Olivera y a los actores que traten de filmar lo más rápido posible y terminar cuanto antes. Yo, mientras tanto, voy a ganar tiempo haciéndome el que no entiendo”. Don Jorge era así. Arriesgaba su cargo de gobernador por ser fiel a la verdad histórica.
No voy a olvidar más a ese gobernador caminando de nuevo hasta su auto para regresar a Río Gallegos, y me dije: “Un gobernador recorre kilómetros para avisar a un amigo de los peligros que hay. No me vino a decir: ‘Acábenla ya mismo con eso’. No, me dijo sólo que nos apurarámos”. La actitud de un verdadero Hijo del Pueblo.
La escena se iba a repetir. Cuando filmábamos, dos semanas después, cerca de Lago Argentino, en la estancia La Primavera, las últimas tomas de exteriores, el gobernador Cepernic se tomó el avión para venir y volver a decirnos que el problema se había agravado y que había mucha indignación entre los oficiales del Ejército. Pero en ningún momento nos pidió o exigió que nos fuéramos ya y que no lo comprometiéramos más.
Sí, el film pudo estrenarse con un éxito increíble, a salas llenas, después de meses enteros de no permitirse la exhibición. En ese ínterin muere Perón y el mismo día nuestro film obtiene el Oso de Plata del Festival de Berlín. Este último factor ayudó para que el film no fuera prohibido de inmediato. Comienza uno de los períodos más nefastos de nuestra vida política: el régimen de López Rega y sus Tres A. El gobierno de Jorge Cepernic es intervenido por la presidenta Isabel Perón y con la aprobación del Congreso de la Nación, y reemplazado por el funcionario Augusto Saffores, en el mismo momento en que Cepernic se proponía expropiar uno de los más grandes latifundios de esa provincia, de capitales británicos. Es que Cepernic nunca podía olvidar que Roca, justamente el genocida de los pueblos originarios, durante su segunda presidencia había otorgado –por la concesión Grünbein– 2.500.000 héctareas de Santa Cruz a 137 estancieros ingleses.
A don Jorge se le quitó la gobernación. Una de las medidas más injustas de nuestra historia política. Esa decisión se tomó también contra los gobernadores de otras cuatro provincias que se proponían cumplir con lo prometido en las elecciones.
Después, su fidelidad a sus ideales iba a ser pagada cara por don Jorge. La dictadura de la desaparición de personas lo hará detener y pasará más de cinco años de prisión en la cárcel militar de Magdalena. La humillación más absoluta. Cuando le preguntó al coronel jefe de la prisión por qué lo tenían tanto tiempo preso, le contestó el uniformado: “Porque usted permitió la filmación de La Patagonia rebelde en su provincia”. Pecado mortal. Denunciar la verdad de nuestra historia, en nuestro país, era ser subversivo contra el orden establecido.
Luego de casi seis años de cárcel, debió cumplir prisión domiciliaria en su casa de La Josefina”, su “campito”, como lo llamaba él. Allí continuó la humillación ya que allí convivían, para vigilarlo, cuatro policías por turno a los cuales la esposa de don Jorge –la inolvidable y eterna compañera de él, Sofía Vicic– debía cocinarles y servirles la comida. Hasta que don Jorge, en esos actos siempre frescos e insurgentes de él, se escapó por una ventana, fue a la comisaría más cercana y dijo: “Aquí me quedo, ni mi mujer ni mis hijos tienen que sufrir esta humillación en mi casa con esa guardia permanente”.
Cuando hace pocos meses filmamos mi regreso a los lugares donde cuarenta años antes había hecho la investigación de las huelgas patagónicas, grabamos mi última entrevista con don Jorge. Siempre el mismo. Con ganas de poder alguna vez cumplir con sus ideales de justicia social en su querida tierra patagónica. La nostalgia de todo lo vivido nos cubrió de emoción. Me despedí con el abrazo reconocido que se da a los hombres honrados, a los hombres de la generosidad.
La calle de Río Gallegos donde vivieron mis padres y nació mi hermano mayor se llama Roca, el nombre del genocida. Ojalá que alguna vez se llame Jorge Cepernic: un santacruceño de ley que sufrió todas las humillaciones y que quería hacer de toda esa tierra un ejemplo para un país justo, sin niños con hambre, sin villas miseria, sin violencias. Ojalá existan en el futuro hombres como él con el coraje civil de hacerlo. Se lo merece. Fue, lo repito, un verdadero Hijo del Pueblo.
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