Arturo Ripstein nació en el seno de una familia judía. Como hijo del productor Alfredo Ripstein Jr., se familiarizó desde muy pequeño con las prácticas y ritmos de la cinematografía mexicana. A los quince años presenció el rodaje de Nazarín (1958) y descubrió a Luis Buñuel, con quien desarrolló una estrecha relación maestro-alumno que se mantuvo hasta la muerte del genio aragonés, en 1983.
Ante la insistencia de Ripstein, Buñuel aceptó que participara, sin crédito, como un ayudante más de producción durante la filmación de El ángel exterminador (1962). Con esta experiencia y dos cortometrajes realizados en su adolescencia, realizó su debut como director de cine a los 21 años. Su padre había adquirido los derechos de un guion escrito por Carlos Fuentes y por Gabriel García Márquez, titulado El charro, y le confió la dirección con la condición de que lo convirtiera en un western, género de marcada popularidad en aquellos años. El resultado fue Tiempo de morir (1965), que contó con la colaboración de experimentados profesionales como el fotógrafo Alex Phillips, el editor Carlos Savage y la actriz Marga López.
El temprano debut de Ripstein constituyó una situación extraordinaria para la época, considerando que la rígida estructura sindical de la industria cinematográfica mexicana mantenía cerradas sus puertas a nuevos directores. Dos factores se conjugaron para facilitar, indirectamente, la llegada de Ripstein al cine: por un lado, la creación del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC), primera escuela de cine de América Latina; por el otro, la organización de los concursos de cine experimental por la Sección de Técnicos y Manuales del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC) en 1965 y 1967. Aunque Ripstein no participó en ninguno de los concursos, ni era egresado del CUEC, la renovación de las filas del anquilosado gremio de directores era una necesidad imperativa y su atrevido debut fue recibido muy favorablemente.
Su ingreso formal a la industria se produjo tres años después, con la adaptación de la novela de Elena Garro Los recuerdos del porvenir (1968). Durante los años setenta, Ripstein se consolidó como director e inició una de las etapas más fructíferas de su carrera, la cual incluye tres de las cintas más importantes del cine mexicano contemporáneo: El castillo de la pureza (1972), El lugar sin límites (1977) y Cadena perpetua (1978). Las dos últimas lograron colocarlo en el selecto grupo de jóvenes cuya filmografía comenzó a ser estudiada con detenimiento por especialistas nacionales y extranjeros.
Después de un breve periodo caracterizado por producciones poco afortunadas, Ripstein encontró en 1985 a la escritora Paz Alicia Garciadiego, quien se convirtió en su mancuerna más efectiva. A partir de El imperio de la fortuna (1985), el binomio Ripstein-Garciadiego emprendió un viaje directo rumbo a la definitiva internacionalización de la filmografía ripsteiniana. España y Francia le rindieron tributo a través de muestras, exhibiciones y premios, entre los que destaca, la preciada Concha de Oro, del festival de Cine de San Sebastian, con la cual fue galardonado en el año 2000 y su nombre comenzó a mencionarse repetidamente junto al título de "el mejor director mexicano de nuestro tiempo".
La soledad de las almas y la imposibilidad de cambiar la propia naturaleza son temas recurrentes en la filmografía de Ripstein. Variaciones sobre estos temas se localizan en todas sus películas, particularmente en El castillo de la pureza (1972), Principio y fin (1993), La reina de la noche (1994) y Profundo carmesí (1996). Sus filmes han sido calificados como lentos, sombríos y depresivos. El plano-secuencia es su herramienta fundamental para la puesta en escena. Estas características han hecho de Ripstein un director controvertido: amado y odiado por partes iguales, pero nunca ignorado.
Durante los años noventa, Arturo Ripstein pasó por uno de los mejores momentos de su carrera. En una década amarga para la producción cinematográfica en México, Ripstein fue el único director capaz de sostener un ritmo constante de producción: nueve películas en poco más de diez años. Principio y fin (1993) obtuvo el máximo galardón en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián y el reconocimiento internacional hacia su obra facilitó la realización de películas como El evangelio de las maravillas (1998), El coronel no tiene quien le escriba (1999), Así es la vida... (1999) o La perdición de los hombres (2000), todas ellas coproducciones con empresas europeas.
A partir del nuevo siglo, la atención de la crítica internacional se reorientó hacia las propuestas fílmicas de directores mexicanos más jóvenes, como Carlos Reygadas, y el cine de Ripstein pareció perder una parte del prestigio adquirido a lo largo de casi cinco décadas de trabajo ininterrumpido. Sin embargo, su obra sigue siendo considerada una de las más importantes del cine mexicano de todos los tiempos.
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