El Cuartel Moncada, en el año 1953 era la sede del regimiento «Antonio Maceo» en la ciudad de Santiago de Cuba, capital de la provincia oriental. Por su importancia, el Moncada era la segunda fortaleza militar del país, ocupada por unos mil hombres. Su lejanía de La Habana dificultaba el envío de ayuda al Ejército Oriental. Además, Santiago se hallaba situada en la costa sur, junto al mar, y rodeada de montañas por lo que un grupo de jóvenes revolucionarios conducidos por el dirigente de la juventud ortodoxa Fidel Castro decidieron asaltar la instalación para comenzar la lucha armada contra la dictadura de Fulgencio Batista.
Las armas, los uniformes y los recursos necesarios para la lucha se obtuvieron sin recurrir a la ayuda de personas acaudaladas ni de políticos corrompidos. Su adquisición fue posible fundamentalmente por la voluntad y el sacrificio personal de los propios combatientes. Un joven vendió su empleo y aportó $300.00 «para la causa»; otro liquidó los aparatos de su estudio fotográfico, con los que se ganaba la vida; otro más empeñó su sueldo de varios meses y fue preciso prohibirle que se deshiciera también de los muebles de su casa, y así se sucedieron los casos de abnegación y generosidad.
Con esos recursos se adquirieron 165 armas, principalmente fusiles calibre 22 y escopetas de caza. Para asegurar la acción se alquiló una pequeña finca de recreo, la granjita «Siboney», situada en las afueras de Santiago de Cuba, con el supuesto fin de dedicarla a la cría de pollos. En ella se situaron las armas, los uniformes y los automóviles que se utilizarían en el ataque, y allí se concentrarían los combatientes en el momento oportuno. Se escogió para la acción, el 26 de julio por ser domingo de carnaval, fiesta a la que tradicionalmente asistían personas de diferentes puntos de la isla, por lo cual la presencia de jóvenes de otras provincias no causaría extrañeza.
En la noche del 25 de julio, Fidel se reunió con los compañeros responsables, dándoles las últimas instrucciones y les dirigió esta brevísima exhortación: «Compañeros: Podrán vencer dentro de unas horas o ser vencidos; pero de todas maneras, ¡óiganlo bien, compañeros!, de todas maneras el movimiento triunfará. Si vencemos mañana, se hará más pronto lo que aspiró Martí. Si ocurriera lo contrario, el gesto servirá de ejemplo al pueblo de Cuba, a tomar la bandera y seguir adelante. El pueblo nos respaldará en Oriente y en toda la isla. ¡Jóvenes del Centenario del Apóstol! Como en el 68 y en el 95, aquí en Oriente damos el primer grito de ¡Libertad o muerte! Ya conocen ustedes los objetivos del plan. Sin duda alguna es peligroso y todo el que salga conmigo de aquí esta noche debe hacerlo por su absoluta voluntad. Aún están a tiempo para decidirse. De todos modos, algunos tendrán que quedarse por falta de armas. Los que estén determinados a ir, den un paso al frente. La consigna es no matar sino por última necesidad.»
El Plan
El plan inicial se basaba en la toma de la posta principal, aprovechando el descuido de esta. Los atacantes, vestidos con el uniforme militar, irrumpirían en el cuartel para reducir al personal que allí se encontraba. Por causas no premeditadas hubo que adelantar el asalto y atacar violentamente, por sorpresa. No obstante el ataque fue un fracaso.
De los 135 revolucionarios, 131 dieron el paso al frente. Los cuatro arrepentidos recibieron la orden de regresar a sus puntos de origen, y poco después de las cuatro de la madrugada, todos comenzaron a salir en los autos hacia Santiago.
Los grupos dirigidos por Abel y Raúl cumplieron su objetivo: la toma del Hospital Civil y la Audiencia. El grupo principal, dirigido por Fidel, llegó según lo previsto hasta una de las postas, la No. 3, la desarmó y traspuso la garita. Pero una patrulla de recorrido que llegó inesperadamente, y un sargento que apareció de improviso por una calle lateral, provocaron un tiroteo prematuro que alertó a la tropa y permitió que se movilizara rápidamente el campamento. La sorpresa, factor decisivo del éxito, no se había logrado. La lucha se entabló fuera del cuartel y se prolongó en un combate de posiciones.
Los asaltantes se hallaban en total desventaja frente a un enemigo superior en armas y en hombres, atrincherado dentro de aquella fortaleza. Otro elemento adverso, también accidental, fue que los atacantes no pudieron contar con varios automóviles donde iban las mejores armas, pues sus ocupantes se extraviaron antes de llegar al Moncada en una ciudad que no conocían. Comprendiendo que continuar la lucha en esas condiciones era un suicidio colectivo, Fidel ordenó la retirada.
El asalto al Cuartel Moncada el 26 de julio de 1953 sacudió al país y conmocionó especialmente a Santiago de Cuba y Bayamo. Puertas de hogares se abrieron a combatientes perseguidos para abrigarlos de la saña vengativa desatada en las horas y días que siguieron al ataque, en tanto otros atendían (y de esa manera protegían) a heridos del asalto en los hospitales de la ciudad. Otros cayeron bajo las garras de la feroz dictadura. La mitad aproximadamente fueron ultimados, otros fueron salvajemente asesinados después que se rindieron sin disparar un tiro.
Inmediatamente después de estos hechos, la dictadura reaccionó con una brutal represión. El presidente Batista decretó el estado de sitio en Santiago de Cuba y la suspensión de las garantías constitucionales en todo el territorio nacional; clausuró el periódico «Noticias de Hoy», órgano del Partido Socialista Popular, y aplicó la censura a la prensa y la radio de todo el país. Creaba así las condiciones para lanzar a los cuerpos represivos con violencia y sin riesgo de publicidad contra la rebeldía popular.
En relación con los asaltantes del Moncada, ordenó que se asesinaran a diez revolucionarios por cada soldado muerto en combate.
El 29 de julio de 1953, el coronel Alberto del Río Chaviano, jefe del Regimiento Antonio Maceo, envió, a todos los mandos orientales, la siguiente orden:
Hay que perseguir y sacar de debajo de la tierra si es preciso, a cuantos comunistas hay en la provincia de Oriente; si están muy complicados en trajines revolucionarios, apretarlos primero para que hablen y luego matarlos sin contemplaciones.
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