Nicomedes Santa Cruz, una autobiografía a 99 años del nacimiento del poeta y artista latinoamericano
Por: Acercándonos Ediciones
Publicado: 04/06/2024





Nicomedes Santa Cruz nació el 4 de junio de 1925 en el distrito de La Victoria, Lima (Perú). Hijo de Don Nicomedes Santa Cruz Aparicio y de Doña Victoria Gamarra Ramírez, era el noveno de diez hermanos.

Su cercanía con don Porfirio Vásquez papá del cantante Pepe Vázquez, a quien conoció en 1945, influyó de manera decisiva en su formación como decimista.

Santa Cruz rescató la tradición decimista recopilando y fijando las décimas que circulaban oralmente. Además, desde mediados del siglo XX, fue el representante más importante de dicha tradición, como tal, escribió décimas y otros poemas en cantidades significativas; sin embargo, su aporte a la literatura nacional es poco conocido y estudiado.

Entre los años 60 y 70 Santa Cruz publicó cuatro poemarios, dos antologías y algunos cuentos : Décimas (1960), Cumanana (1964), Canto a mi Perú (1966), Ritmos negros del Perú (1971), Antología: Décimas y poemas (1971) y Rimactampu: Rimas al Rímac (1972). En sus primeras décimas dio voz a la silenciada historia del negro desde su llegada al Perú y reivindicó su aporte a la formación de la cultura nacional. En su segundo y tercer poemarios, sobresalen los temas de preocupación nacionalista, de marcado tono comprometido (denuncia la marginalización del indio, condena el racismo, el imperialismo y la colonización africana), y finalmente se trasluce un sentimiento integracionista donde aboga por una sociedad pluricultural.

Si bien es cierto que Santa Cruz tuvo una labor artística notable, no se puede pasar por alto su trabajo periodístico y ensayístico. Publicó un centenar de artículos en los diarios y revistas de mayor circulación en Lima (El Comercio, Caretas y Expreso) en los cuales dio a conocer las influencias de la cultura africana en las costumbres populares, la historia, los deportes, la educación, el lenguaje, el arte culinario, el baile y la religión. Entre sus trabajos periodísticos se destacan: «Ensayo sobre la marinera» (1958), «La décima en el Perú» (1961), «Cumanana» (1964), «El festejo» (1964), «El negro en el Perú» (1965), «Racismo en el Perú» (1967), y «De Senegal y Malambo» (1973). Sus ensayos más importantes son: «Aportes de las civilizaciones africanas al folklore del Perú» (1978), «Racismo, discriminación racial y etnocentrismo» (1980) y «El negro en Iberoamérica» (1988). Estos artículos periodísticos y ensayos son un aporte sustancial al conocimiento del legado cultural afroperuano y sirvieron de vía de concienciación de la situación social del negro en el Perú y en las Américas.

Desde 1980 se trasladó a Madrid, donde residió hasta su muerte en 1992, tras haber desarrollado un inmenso trabajo sobre la décima peruana.





Nicómedes en primera persona

En 1881, a mi abuelo le habían matado un hijo los chilenos, y para que no le mataran a otro, embarcó a mi padre, Nicomedes Santa Cruz Aparicio (1870), en el último barco de refugiados de fuera del país que partía a los Estados Unidos con una familia extranjera. Allí se da cuenta de que por ser negro y analfabeto, lo iban a meter a esclavito y se escapó. De esta forma se quedó solo en el mundo a los once años.

Norteamérica es dura pero, en honor a la verdad, debemos agregar que también fue el país de las grandes oportunidades. Así, Nicomedes no sólo adquirió residencia y ciudadanía norteamericana sino que se hizo un hombre completo: capacitado tecnológicamente en refrigeración por amoníaco, manejo de calderos y motores a vapor (fuerza energética de aquella época). En tanto que en lo cultural, aparte del inglés, que era casi su lengua natural, aprendió el francés, alemán e italiano; poseyendo una valiosa biblioteca entre cuyas joyas se contaba la Enciclopedia Británica en su edición especial del año 1900, conmemorando el advenimiento del siglo XX.

Los años pasan en Norteamérica. Le viene la nostalgia. Empieza a recordar lo que había dejado, la guerra, la desolación, el mundo que había abandonado para no morir. Siente al Perú y regresa en 1908. Triunfa como dramaturgo entre 1910 y 1920 con las obras "Confort del hogar", "Servicio Obligatorio" y "Un Don Juan Criollo". Aquí conoce a mi mamá, que era nieta de su padrino. Se enamoran como locos y se queda.

Contaba que su bisabuelo era indio. Un curaca de Santa Cruz de la Sierra. Por eso nosotros somos Santa Cruz, y que cuando se separa del virreynato de la Plata, que se crea en 1776, el curaca tiene que venir a Lima por unos títulos, y aquí en Lima se compra una negra en el mercado de esclavos, porque había una ley que disponía que los nobles curacas o incas, podían comprar esclavos negros. Tiene prole con esa negra y le pone su nombre, Santa Cruz. Era un hombre de frente plana, como aplanada y de trenza larga (mi padre la guardaba como una joya).

Yo tenía muy poca comunicación con mi padre. Sin embargo, cuando muere en 1957, empiezo a darme cuenta que me había legado algo. Él me decía en sus últimos años: “Lo felicito señor Santa Cruz, está usted dando de qué hablar”.

Yo nací el 4 de junio de 1925 (el noveno de diez hermanos), en La Victoria, la primera barriada de la República, porque la barriada colonial había sido el Rímac. Mucha gente negra y mulata vivía allí. Mi infancia ha sido maravillosa.

Éramos los niños más creativos en la pobreza que teníamos. Era una época en que Lima estaba rodeada de huacas, de chacras y huertos. Tú hundías las manos, y encontrabas un fusil de la guerra del ´79. Yo jugaba con los fusiles de la guerra con Chile. Todo eran carretas. Todo eran pregones.

Los domingos venían todas las tías, y la abuela y preparaban comida de campo; en cinco minutos ya estábamos coronando una huaca. Porque Lima ha sido un santuario que estaba rodeado de huacas, y coronando huacas, que eran muy bajas, se ponía toda la familia a contar cuentos de la esclavitud, o de entierros, de los indios y gentiles. Contaban que los gentiles habían estado enterrados siglos, generaciones tras generaciones; perdían la coloración de la piel y habían descendido a una condición totalmente zoológica. Entonces salían a las calles a cambiar mazorcas de oro por comida, y la gente corría despavorida al ver a gente transparente con mazorcas de oro en la mano, pidiendo comida. Esas cosas contaba mi abuela, como se las habían contado a ella.

Lima era un enclave que estaba más ligado al Caribe que al resto del Perú, porque había desarrollado una cultura mulata en trescientos años y entre murallas. Gente serrana no había. Nadie hablaba de huaylas ni de muliza. Había un nombre genérico: “Serranito, están bailando serranito”.

En 1939, cuando yo apenas tenía 14 años, se organiza la primera "Feria Folclórica y de Productos Regionales", en la esquina de la avenida Venezuela y Alfonso Ugarte. Al año siguiente, cuando ya había desaparecido el Hipódromo Santa Beatriz, se organiza en lo que ahora es el Campo de Marte, la misma feria y vienen camiones de todo el Perú. Yo tengo 15 años. La gente que viene a Lima se siente tan emocionada de estar en la capital que no vende nada, regala todo. Y los limeños se sienten emocionados al ver por primera vez a los danzantes de tijeras, los negritos de Junín. Es el primer encuentro de integración peruana, en 1940. En 1941 la cosa empieza a degenerar. Los soldados empiezan a violar a las serranitas, y hay enfrentamientos terribles entre los soldados y la policía. Cancelaron la Feria. Lima ya era una ciudad bárbara, pero hay que darse cuenta que la Lima en que yo nazco tenía doscientos mil habitantes y ahora (1987) tiene siete millones, y todo no es más que un proceso de migración.

En las noches, recuerdo, me buscaba un negrito que me doblaba la edad llamado Pílade; me recitaba las décimas que aprendía de su padre; cuando él murió, en el año ''30, me impresioné muchísimo porque era la primera persona que veía muerta.

Mi madre, doña Victoria Gamarra, se pasaba el día entero cantando mientras trabajaba lavando ropa en una batea durante dieciocho o veinte horas diarias; sabía de todo: panalivio, festejos, habanera, vals antiguo y décima. Esta última la había aprendido de niña, con los carreteros del ferrocarril inglés en Monserrate; un día se quedó con la libreta de décimas olvidada por un trovador y se aprendió de memoria los versos. Ese trovador se había pasado de vino en la bodega del italiano donde contrapunteaban estos carreteros; al bodeguero le gustaba mucho las décimas y siempre sacaba una botella de la casa para que siguieran cantando.

Mi relación con la décima sufrió un parón en sus primeros años: Mi madre se afectó del corazón y por esto ya no cantaba; al poco tiempo nos fuimos de La Victoria. Mi padre era buen técnico en refrigeración por amoníaco y trabajo de caldera de vapor, que se usaba todavía y entró a trabajar en una hacienda que se llamaba Lobatón, en el barrio de Lince. Y allá, en Lobatón, me olvidé de las décimas, pero no de la poesía, que me gustaba mucho. En esta época compuse silvas, sonetos, versos formales que no me llenaban.

Desde los tiempos del colegio me gustaba la poesía, pero con el ojo que tenían los profesores, escogían a los chicos que “debían” recitar poemas. La décima conservaba aún alguna función social por aquel entonces; además, la poesía estaba muy presente en el programa educativo de la época, aunque casi todo lo que se estudiaba era del Siglo de Oro Español. La única vez que actué fue en mi clase. El profesor dijo: “A ver, quien tiene vocación para el arte”. Yo dije: “Quiero cantar”. (Libertad Lamarque acababa de hacer la película Besos Brujos.) Entonces el profesor me presentó: “En tercer lugar, Nicomedes Santa Cruz cantando Besos Brujos”. Cuando llegó mi turno saqué el cancionero porque no me sabía la letra y allí acabó todo: “¡Vaya a sentarse...!

Nosotros somos diez hermanos y la Mamá siempre veía con qué jugábamos, qué inclinación artesanal teníamos, y de acuerdo con eso, nos buscaba el oficio. Al terminar mi quinto grado de primaria fue mi madre la que me dijo: “Tú vas a ser cerrajero”. “Y eso qué es”, le dije. “Ya vas a ver que te va a gustar”. Entonces me llevó de la mano a donde uno de los mejores maestros cerrajeros que había en el Perú: Nicanor Zúñiga. Le dijo, como se decía antiguamente: “Maestro, aquí le entrego a mi muchacho para que lo haga un hombre.” “Déjelo nomás, señora...” Eso fue en el año '36. Entonces se aprendían muchas cosas. Se hacía un trabajo artesanal del siglo XV. Uno iba a un taller en esa época y le decían: “¿Sabe trabajar? ¿Cuánto quiere ganar?” “Dos soles diarios”Bueno, hágase sus herramientas”. Y entonces teníamos que hacernos un martillo, el juego de tenazas... Hacer un martillo es una cosa hermosa. Se puede comprar en la ferretería, pero hacerse su herramienta es una prolongación del brazo mismo. La cerrajería peruana era de corte español, a base de arabescos, por influencia árabe. Cada herrero tenía un estilo que lo caracterizaba como una firma o una huella digital. Ese sello artesanal se conseguía en diez, quince años de trabajo.

Siempre se cantó en la herrería, porque la forja tiene un ritmo. Fíjate, se trabaja con dos machos o combas y como el martillo no rebota cuando el hierro está al rojo, para ahorrarse el esfuerzo de levantarlo se da un golpe en el yunque para que rebote. Por eso hay una musicalidad: entre el sonido sordo de la comba, el golpe del martillo sobre el hierro al rojo y contra el yunque; como el coro de los herreros en la ópera “El trovador” de Verdi: Kimpun kapun, kipun kapun... Uno cantaba sobre ese ritmo, con el fuelle de la fragua que hacía como una tuba. Entonces había una armonía que lo hacía cantar fácilmente. Es un canto “a capella” que no lleva más ritmo que el de la fragua. Esto de alguna forma me ligó a la actividad artística que, en el fondo, no es ningún cambio sustancial: de forjar hierro a forjar palabras, por ahí están las cosas. Y es justamente en los años 40 cuando empiezo a escribir mis primeras décimas, al reverso de los planos que me entregaban para hacer rejas. A veces devolvía los planos garrapateados sin darme cuenta. Menos mal que los dueños eran unos italianos condescendientes con mi afición.



Unos chicos de Breña, con los que jugaba al fútbol, me dijeron para ir a conocer a su padre, que era un criollazo. No sé por qué lo querrían, puesto que en ese tiempo me dedicaba a ir a los Jardines a bailar boogie-boogie y otros ritmos de moda. Habían muchas academias y cantaba swing en la orquesta de una academia que ofrecía matinés bailables a las que acudían jovencitos por montones. Me sabía todas las canciones. El cantante profesional se iba a beber o a bailar y me dejaba cantando a mí y a otro chico.

El caso es que fui a ver a este señor y me cayó muy bien, así como la gente de su barrio; entre ellos estaba don Porfirio Vásquez (1902). Ahí recuperé mi contacto con esa tradición victoriana, con lo que había oído a mi madre. Porfirio tenía ocho hijos, pero como que me "adoptó" y se volvió para mí una especie de imagen paterna.

Diariamente por dos o tres horas me fue contando no solamente cómo se hacía una décima, que era lo más simple, porque ya lo había estudiado en el colegio, sino cómo se llevaba una décima dentro del ámbito rural o como un arma de canto de contrapunto, que no difería en nada del canto de los payadores del Cono Sur, del canto de los jarochos huapangueros del Golfo de México o del canto de los guajiros de las Antillas.

Con él, en el año '49 volví a escuchar una décima. Fue en la chingana del japonés donde se la oí y ahí mismo le hice la planta de una glosa a don Porfirio que decía así:

"Criollo no, ¡criollazo!
canta en el tono que rasques,
le llaman El Amigazo
su nombre: Porfirio Vásquez."

Mi hermano Rafael fue la clave en mi “despegue”. Cuando él debutó en el año' 47, yo me tiré al ruedo –porque nos hemos criado juntos y nos tratábamos de compadres sin serlo- ya lo estaban cargando en hombros porque había matado su segundo toro que era el sexto por ser debutante. Era un 23 de marzo y le dije: “¡Compadre, has triunfado, qué te parece!” “Parece que no fuera yo”, respondió. A partir de ese instante, él empezó a torear todos los domingos y yo a vivir de la gloria de mi hermano y regresaba borracho, dormíamos en el mismo cuarto, y lo encontraba durmiendo. Le decía: “Compadre, Lima es tuya y tú durmiendo!”. “Es que mañana tengo que entrenar”. “Pero todo Lima está borracha por culpa tuya y tú aquí durmiendo...!”

Rafael tuvo que irse a México primero y después a España. Regresó a los tres años de torear en Francia y España y lo primero que me dice es: “Tú eres artista”. Claro, soy artista del fierro, dije yo. “¡No! Tú eres artista y no del fierro porque en el mundo he visto gente que tiene lo que tú tienes y vive cojonudamente”. Para mí eso era difícil de entender porque Rafael era tres años menor que yo, con menos mundo, aunque conociera un mundo que yo no vislumbraba aún.

El arte poético me va ganando terreno, y en el año 1956, el 25 de Abril, abandono el taller de herrería que había montado en 1953 y me largo por el mundo a encontrar mi destino recitando mis versos, que ya se contaban por algunas centenas de glosas. Mi propio maestro, don Porfirio, era algo ya superado por mí, porque todo lo que había hecho él, era prepararme para competir con otros decimistas, que no existían y que en el mejor de los casos, como en el de su hermano Carlos, frisaban los ochenta años. Ellos estaban encuadrados en una temática y en una actividad totalmente rural, en lo humano y en lo divino, y yo veía una serie de acontecimientos distintos. Viajé al norte hasta Ecuador, pueblo por pueblo y chichería por chichería. Preguntaba a la gente de los corrillos: “¿Qué están celebrando?” “El cumpleaños de él, la boda de ella o la despedida de aquél...” “¿Puedo ofrecerle un poema de homenaje?” y dale, bueno...¡Zas! improvisaba un poema. Querían pagarme. “No, de pagar nada”, decía yo. Entonces me invitaban trago, comida... Ocurría que mareado con tanta chicha ya no estaba allí sino en una casa y en otra. De pronto se producían unos pleitos porque a alguien no le había caído bien y es que a donde fuera le cambiaba el sentido al festejo. ¡Qué boda, ni qué cumpleaños! Todo lo distorsionaba Nicomedes. Alguna gente para darse ínfulas de culto decía: “Eso no es de él, yo he escuchado eso y es de Chocano”. Porque el pueblo analfabeto de esa época todo lo que le parecía bueno se lo endilgaba a Chocano. Así que yo pensaba: "si creen que es de Chocano, entonces debo ser bueno..."

Ingresé a la compañía que ya no era “Pancho Fierro” sino “Ritmo Negro del Perú”. Habían debutado y se preparaban para viajar a Chile. Alberto Terry, que era el director artístico dijo: “Me han hablado de ti los Vásquez (don Porfirio) y aquí, en el espectáculo, nadie habla".

La gente no conocía nada de arte negro: ni zapateo, ni festejo, ni las décimas y sólo por alineación y la vergüenza que teníamos de hacer nuestras cosas. Ofrecí presentar los cuadros con décimas. Terry advirtió que el ensayo general era la noche siguiente. “Para mañana están las décimas”, le dije. Vivía solo en Breña. Me encerré en mi cuarto y medité como nunca en mi vida. Era el momento decisivo. Sabía que ya me había quedado sin oficio. Justo al terminar la Segunda Guerra Mundial desapareció toda la herrería artesana que yo dominaba. Y un montón de gente tuvo que meterse hasta de cantor o poeta, como yo, porque trabajo ya no había y aprender un oficio a los cuarenta años, por ejemplo, era muy bravo. Entonces me dije: "Esto puede ser mi continuidad y tengo que hacerlo tan bien que ahí se arraigue mi vida." Al amanecer terminé la última décima. Quedé extenuado pero en la noche cuando fui al ensayo, mis compañeros quedaron boquiabiertos y cuando dije la última décima que era la Navidad Negra cerrando el acto, Terry tuvo que pegar un grito: “¡Sigue la acción carajo!” Y es que nadie podía creer que de un día para otro hubiera escrito tanto.

Me di cuenta que iba vivir del aplauso. Sin embargo, dada su inestabilidad, sabía que no podría mantenerme como me había mantenido la herrería. Entonces me metí inmediatamente a hacer periodismo. Un hijo de los Miró Quesada dirigía el dominical de El Comercio y le ofrecí un artículo sobre folklore. No tenía nada preparado pero cuando me preguntó sobre qué sería el primer artículo, respondí que sobre la Marinera. Fue heroico. Me costó toda una noche y salió publicado el 1 de junio de 1958, justo cuando cumplía 33 años ("Ensayo sobre la marinera").

Ese mismo año, Sebastián Salazar Bondy me citó a la redacción del diario La Prensa y después de tener una larga conversación conmigo y ver mi libreta de décimas me dijo que iba a escribir un artículo sobre mí, pero que iba a traer cola y generar polémica. Efectivamente, fue lo que ocurrió, pues Sebastián tituló su nota: Nicomedes Santa Cruz, poeta natural.

Inmediatamente le contestó José Durand Flores negando que existiera tal poesía natural –en lo que anduvo acertado, creo yo-; también entró al debate Luis Jaime Cisneros. Al año siguiente, Juan Mejía Baca me publicó el primer libro de décimas y le encargó el prólogo a Sebastián, que le corrigió algunas cosas a su polémico artículo con el que, para decir la verdad, yo no estaba de acuerdo. Sebastián me había ayudado presentándome a la intelectualidad de la época y había orientado mis lecturas, pero en esa ocasión discutimos y el libro se quedó sin prólogo. Creo que alguien que entendió muy bien el fenómeno de la décima fue Ciro Alegría, gran amigo mío. Fue él quien presentó mi segundo libro, editado por Studium. Es que Ciro había vivido largo tiempo en Cuba, tierra de decimistas.

También en el '58 los estudiantes de la Universidad de San Marcos me invitaron a la Casona, en el Parque Universitario, para que diera una charla sobre la décima en Hispanoamérica. El texto se publicó luego en "El Comercio" con un reclamo que yo añadía que se hiciera un estudio detallado de esta forma poética en nuestro país; en aquel entonces ni siquiera imaginaba que luego me correspondería hacer ese trabajo. Lo que pasa es que existían estudios muy buenos sobre la décima en Panamá, México, Cuba, Argentina y Puerto Rico, pero en ninguno de ellos se mencionaba al Perú. A mí, que he nacido en olor de décimas, me fastidiaba esta situación y quería que se rectificara. Y así fue como a partir del año '60 comencé a recorrer la costa, que es el territorio donde había quedado la décima peruana, a fin de recopilar todo el material que me fuera posible.

Cuando llegaba a los pueblitos los octogenarios accedían a cantar sus décimas, pero no faltaba un niño –los niños no se callan esas cosas- que se acercaba para decir: “Ese señor es de Radio Nacional, yo lo escucho”. Y entonces venía la desconfianza y el trovador callaba, creyendo que había ido a robarle su canto. Ahora bien, esto no quiere decir que las décimas no se repitieran y que cada poeta estuviera obligado a ser original; los decimistas analfabetos del siglo XX –he llegado a conocer a algunos- tenían una memoria prodigiosa que les permitía recordar treinta glosas en un solo contrapunto. Échense a pensar lo que significa, teniendo en cuenta que cada glosa la forman cuatro décimas y una cuarteta.

Todo esto es una cosa fortuita, que va contribuyendo a que rápidamente me haga conocido. Yo siempre hacía una décima para cada cosa. Le cantaba al Alianza Lima, al Señor de los Milagros. En el año '60 hago "Talara, no digas yes". Y ahí tengo el primer problema político.

Parece que yo estaba llenando un tremendo vacío que había en diferentes sectores, y todo caía dentro de lo normal. La décima al Señor de los Milagros parecía que formaba parte de la procesión que tenía 300 años; la décima contra Ecuador parecía formaba parte de un programa cívico; la décima al Alianza Lima era un reconocimiento de todo el pueblo que se sentía identificado con el que creía que era el equipo de fútbol más popular. Pero cuando voy a Piura, en vez de decir "Piura, que bonita eres", lo que digo es: "Talara, no digas yes / mira al mundo cara a cara; / soporta tu desnudez / ... y no digas yes, Talara".

Porque cuando estuve buscando mi destino, estuve trabajando en el petróleo y veía la valla de la zona americana y me contaban los trabajadores que ellos sabían, porque habían nacido ahí, dónde había petróleo y que los capataces "se hacían los locos", porque en la zona peruana encontrar petróleo era más trabajo, y ellos vivían de los dividendos de los norteamericanos, de las regalías... Entonces no era más que chupar, ir a los burdeles de la zona, y que los norteamericanos siguieran explotando petróleo. Pero a mí me jodía ver la valla en la zona norteamericana, donde todo el mundo vivía como reyes, pero que no se podía entrar ahí si no tenía el rótulo. Entonces, algo me impacta, y todo esto es fácil que me llegue, porque he sufrido mucho como obrero, son 20 años de trabajo y yo tengo una carga de identidad proletaria y también de un patriotismo que me da mi madre. Mi madre fue una mujer patriota, como era la gente antigua, que había sufrido tantas revoluciones frustradas, que tenía un amor a la bandera, a la dignidad, a la frontera y a todas estas cosas, que después se pierden. Entonces renuncio a ir de gira, que me iba a reportar unos centavos muy interesantes, pero me quedo con la décima tal y como fue concebida, sin modificaciones. Cuando en el año 60 sale mi libro apenas tengo tiempo de meterla, y "Talara" es la última décima de mi primer libro, editado por Juan Mejía Baca en 1960.

Más adelante empiezo a incursionar en la política en el año 1961. No acepto lo de Belaúnde, que me quiso meter en su partido; y me meto en otro partido, que creí que era un partido de guerrilla, solidario con la Revolución Cubana. Y lo era a medias, pero en cada plazuela hago una décima política a esa zona. De ahí salen "Yo soy revolucionario", y un montón de décimas más. Esta politización da un resultado fatal para mi economía y mi popularidad, porque la misma gente que me aplaudía ve que estoy cantando y que estoy subido en un tabladío con gente que ya ha creado problemas antinorteamericanos y entonces pierdo un gran sector de la oligarquía. Yo recuerdo que le he cantado a personajes que eran directamente contratados por el presidente del Jockey Club, que era Claudio Fernández Concha; por el presidente del consorcio de textiles de poliéster, que era Santiago Gerbolini; por el presidente de la Asociación de Cafetaleros Latinoamericanos, que ahí hago "El Café". En fin, las más altas instituciones. Ya no tenía precio lo que yo hacía. Un obrero ganaba en esa época mil o dos mil soles mensuales, y yo cobraba 30, 50 y hasta 100 mil soles por una décima. Era una cosa que yo me volvía loco con la cantidad de plata que tenía, porque yo tenía un millón de soles en el bolsillo. Yo vivía en un cuartucho y lo que hago es que me voy del país, porque veía que todo era política y no había atención a mis décimas, que eran sobre la cosa tradicional.

Entonces le digo a Sebastián Salazar Bondy: "Me voy, porque quiero que pase esto y volveré". Y Salazar Bondy me dice: "No; tienes que participar". Le digo que la única manera de que yo participe sería en una cosa guerrillera, en una cosa así como la que está pasando en Cuba, que es lo que nosotros necesitamos. Salazar me dice: "Yo te llevo a ese partido". Cuando me di cuenta, no era eso lo que yo quería, pero ya ellos habían lanzado en todos los diarios que yo estaba en ese partido, aunque sin haber firmado ningún papel, pues nunca me he afiliado a ningún partido político; pero yo no conocía cómo se maneja la política.

A pesar de mi incursión en la política del '61 al '62, que me margina de toda la aristocracia (o de la oligarquía, para ser más exactos) la que me mira ya con ojos un poco de enemigo, hay por parte de ella una necesidad de este "elemento Nicomedes Santa Cruz". Esa burguesía es bastante astuta, por lo que dice: "bueno, este hombre no significa una organización, es un hombre al que a lo mejor puede manejársele o utilizársele, pues necesita plata; además de que continúa con su ascendiente sobre un gran sector del pueblo".

De ahí es que me voy a Brasil, porque quiero que el público se olvide de mí, y allí ocurre lo más extraordinario que me haya pasado en la vida, cuando lo primero que encuentro en la Av. Mariscal Floriano, es un monumento a la nación brasileña, que tiene en la base, donde comienza el fuste, cuatro esculturas, y arriba está la patria de Brasil. Pero a un lado tiene el bandeirante, el colono portugués, el indio tupi-guaraní, el caboclo y el negro. Cuando yo veo un negro en bronce, he sentido una emoción que hasta ahora me parece que lo viera. Es cuando digo, este país es extraordinario. Era la época de Joao Goulart. Ahí conozco a Edison Carneiro; él me dice dónde puedo conseguir literatura. Voy a Bahía, donde me quieren meter en el Candomblé; voy a un "terreiro" y me dicen que "tengo algo", que puedo ayudarlos mucho, que ellos me podían dar secretos que no tenía nadie.

Por fin llego a la Universidad de Bahía, cuando se celebra el "Primer Congreso sobre Alimentación en los Países Subdesarrollados", y el homenaje que le hacen a Jorge Amado, que era el ídolo de los estudiantes. Por primera vez veo delegados africanos. Ahí es donde yo me salgo de todo esto y me pongo a vivir en un pueblo que se llama Feira de Santana y me pongo a escribir. La cuestión es que la prensa brasileña daba mucho espacio, página tras página, al problema del negro, cuando en el Perú no se veía nada de eso. Esa experiencia de Brasil cambió mi vida.

Vuelvo a Perú con todo ese material, y empiezo a recorrer las universidades, particularmente la Universidad de Ingeniería, y la Universidad de San Marcos. Todo aquel estudiantado era diferente al de ahora. Tenían una sola conciencia, la de ayudar al trabajador, de impugnar toda la penetración, y no había problemas entre ellos, o en todo caso los problemas ideológicos no obstruían el avance. En la universidad estoy constantemente trabajando con el estudiantado. Allí me doy cuenta de que el aplauso que recibo es cuantitativamente inferior al otro, que no hay cientos de miles de soles, pero que cualitativamente ese aplauso suena diferente que el otro aplauso de "La Pelona", de "Ritmos Negros"; es un aplauso político; es un aplauso militante; es un aplauso fuerte.

El movimiento negro cambia; ya no es Lumumba, como yo pude cantar en el '60; ahora es Stokely Carmichael; han matado a Luther King, luego matan a Kennedy; se me echa encima toda la izquierda. Hugo Neira se da cuenta de ello y dice que no es ningún error de Nicomedes. Y efectivamente, yo le canto a Kennedy porque lucha por el negro, pero Kennedy también mandó mercenarios a Playa Girón.

Cuando Paco Moncloa y Salazar Bondy vuelven de Cuba y me dicen "¿Tú quieres ir a Cuba? Te llevamos". Y yo les digo, "Sí, quiero ir"; me responden "¿A quién quieres conocer, a Fidel?". "No", les digo, "a Nicolás Guillén". Y me dicen "negro traidor" Y les digo "pero si Guillén viene luchando desde hace 20 años por lo que ha hecho Fidel". Ellos no entienden nada. Por negritud yo he estado más cerca de Guillén que de Fidel, y por negritud estuve más cerca del Kennedy de Alabama que del Kennedy de Playa Girón. Pero todo esto es grave, porque tampoco se puede estar así también. Entonces, cuando llega Angela Davis me doy cuenta que yo estoy quedándome atrás, que por no cometer errores no escribo, y por tener tantos libros ni puedo leer, porque mis mismos libros me apabullan.

Cuando en el '64 la firma Philips me auspicia Cumanana en su primera edición, Mujica Gallo -fundador del periódico Expreso, del que yo también soy fundador, porque él me llama a fundarlo- me da 15.000 soles para que yo edite el álbum y él se encarga de distribuirlo. Lo entrega a la revista Caretas para que haga un trabajo. Fueron cuatro páginas dedicadas a Cumanana.

Este álbum Cumanana es muy valorado dentro de mi actividad, porque ya no es el periodismo, ya no es la décima, es un trabajo de investigación, y empiezo a trabajar en televisión, precisamente con la "Compañía Cumanana", con todo este mundo que empieza a tener importancia derivada de la independencia de los países africanos. Hay un interés serio de querer encontrar la presencia negra en el Perú, presionado por los acontecimientos africanos y porque se dan cuenta que en el Perú hay negros, y que yo venía trabajando hacía tiempo en eso. Entonces lo negro empieza primero ahí, tanto es así que cuando sale el libro "Cumanana", toda la crítica, como Juan José Vega, Hugo Neira... todas estas gentes dicen que es el mejor libro que he escrito.

En el año '67 voy a Cuba, y por primera vez leo "El Manifiesto Comunista"; veo todas las obras de Lenin, y ahí adquiero otra dimensión, una visión del mundo diferente, por lo pronto muy dogmática. Creo que todo el mundo que no haga lo que plantea Marx es un cabrón... es una mierda... que había que tener eso metido en el bolsillo para consultarlo. Pero también me doy cuenta de que yo he sido muy injusto con la intelectualidad peruana. Yo decía "A mí, me marginan porque soy negro, y me han hecho esto y esto otro". Y no era así, porque volviendo de Cuba comienzo a ver todos los libros que tengo, que nunca había leído, y son libros que me han dedicado los propios autores: Romualdo, Javier Heraud... O sea que he conocido una cantidad enorme de poetas e intelectuales, a los que he confundido con el público, porque me aplaudían en los barrios, me daban sus libros y todo y yo los guardaba, y lo que pensaba era: "Cómo me quiere la gente". La cosa es que no discriminaba, no discernía. Yo he cometido errores, que son producto de haber pasado sin transición de 20 años de obrero, al trabajo literario y artístico con el público. No me doy cuenta de quién es quién, y ya es tarde también para tomar otra medida.

Sin embargo, el viaje que hice a Cuba en el '67 no me permitió encontrar lo que soñaba buscar. No lo encuentro porque yo fui a Cuba pensando que me ocurriría lo mismo que en Brasil, que encontraría una serie de actividades que me nutrieran en el aspecto cultural y lo que encuentro es una tremenda motivación política, lo que encuentro es una realidad de lo que para América Latina había sido únicamente una teoría de la posibilidad de un nuevo mundo de justicia y de equidad. Y el mismo Fidel (que posiblemente se daba cuenta de lo que nos pasaba a todos, nos reúne a cerca de dos mil delegados, la mayor parte de OLAS, otra parte del Salón de Mayo, y los que éramos del "Encuentro de la Canción Protesta"), en una reunión de toda una noche en la Isla de Pinos nos dice: "Todo lo que ustedes han visto aquí, lo quieren para sus países, pues vuelvan a sus países lo más pronto posible y luchen para que se haga realidad". Entonces tengo que dar marcha atrás en todo lo que yo había pensado, pues ya incluso había renunciado al diario Expreso, y a un montón de cosas más, para quedarme en Cuba. Es cuando me doy cuenta de que mi presencia en Cuba no hacía falta, sino que lo que hacía falta era que yo captara todo lo que había en Cuba para hacerlo en mi país.

Efectivamente, regreso a Perú y empiezo a trabajar muy fuerte en la poesía, lo que me lleva a Cuzco por primera vez. En la Plaza de Armas, ante un estudiantado universitario y el campesinado, empiezo a declamar mis poemas y me doy cuenta que mis esfuerzos por acercarme al hombre de la Sierra con la misma fuerza y con el mismo amor que me había acercado antes al hombre negro de la Costa, está dando sus frutos, porque Cuzco me recibe como un hijo de la tierra.

Empiezo a trabajar una poesía que empieza a identificarse con el problema indio. Es cuando escribo "Indio", "El desalojo", "Los Comuneros". En fin, toda una producción que trata de acercarse al indio.

Ya en estos momentos empiezo a viajar mucho, vuelvo a Cuba (1974), viajo por el continente, pero veo que el proceso se va deteriorando rápidamente, al punto que en el año 1974 ya ni los mismos militares creen en su revolución. El Sistema Nacional de Movilización Social, Sinamos, resulta una entidad nefasta; el estudiantado universitario que se ha balcanizado en una serie de corrientes también me repudia; surge un movimiento poético, "Hora Cero", que sataniza todo lo que hago, sobre todo por haber hecho un anuncio publicitario; entonces se produce una descomposición total. Esta descomposición culmina con el desaforo de Velasco Alvarado.

Yo me refugio en la TV, presentando lo que venga, sin discriminar lo que hago; me refugio en el periodismo y lo único positivo que he estado haciendo en los medios de comunicación desde el '71, es en la radio, en "Radio América". Allí hago "Así canta mi Perú", donde rescataba los valores folklóricos, y sobre todo hago el programa "América canta así", que es la introducción del nuevo canto latinoamericano, a través del disco, aunque también tengo invitados, en el ambiente peruano. Eso es lo más positivo que hago. Pero a partir del año 1979 tampoco hago radio y sólo me queda la televisión (ésta de incierto futuro con la llegada de la empresa privada).

Incluso en Lima había ocurrido un fenómeno bien ingrato. La juventud de 14 y 17 años que me respetaba, se burla de mí en las calles. Es todo lo contrario de cómo hasta los tranvías de antaño paraban para que yo cruzara los rieles, y si entraba a comprar cigarrillos en un café la gente comenzaba a aplaudirme espontáneamente; veo cómo me quieren tipificar con "La Pelona", como si fuera una especie de grillete, y el grito que le hacen a todos los negros, "uh, uh, uh", imitando mi voz y todo por calles y plazas, como un vejamen y una burla cruel. Es entonces cuando me doy cuenta de que todo está perdido.

Ahora, cuando he venido a México (1982), nuevamente me ocurre el fenómeno que ya me ha ocurrido otras veces. Que en México hay un montón de gentes que han seguido la trayectoria de "Muerte en el ring", traducido al inglés en Estados Unidos; que mi poesía hacía falta aquí en México; que es una poesía que tiene un montón de elementos esclarecedores sobre problemática caribeñas, y mesoamericanas. Entonces, salir de esta frustración, de este desaliento de la Lima del '80, y llegar en el '82 a un México que quiere grabarte, que quiere hacer un montón de cosas, es lo que a uno lo vuelve a revitalizar y decir que todo no estaba perdido, que la política y la historia tienen sus altibajos, o estos ecos que a veces no llegan a uno.

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